Si alguien te pidiera que describieras a Anna Karenina, al capitán Ahab de Moby Dick o a tu personaje favorito de un libro, probablemente mencionarías algunas de las características de su personalidad. Podrías hablar de la belleza de Anna, de la obstinación de Ahab por cazar a la ballena, pero esto no quiere decir que estas imaginando a una persona. Nada tan determinado, ni tan concreto.
Para bien o para mal, los autores proveen a sus personajes de descripciones sobre el comportamiento, la visión y la mentalidad que puedan tener, pero en cuanto a la descripción física, muchas veces nos dejan con combinaciones extrañas de detalles aislados, partes del cuerpo aquí y allá, quizá un rasgo facial relevante para la personalidad o la escena, pero somos nosotros quienes llenamos los detalles. O a veces, ni siquiera eso. Nuestro borrador mental puede lidiar con una versión incompleta de una persona y, como señala Peter Mendelsund, no importa. Los rasgos de un personaje sólo son relevantes en tanto ayuden a refinar su carácter.
Visualizar algo sistemáticamente es un acto necesariamente voluntario. Aunque una imagen vaga aparece rápidamente, se cae bajo el más mínimo escrutinio. Mendelsund somete a Karenina a diversos exámenes.
El experimento mental es clave. Imagínense a su madre. Luego imagínense a su personaje favorito. O su casa, y luego una casa emblemática como Howard’s End (de la novela del mismo nombre) o el castillo de Drácula. La diferencia entre la visualización de algo tan familiar como su madre o su casa es que mientras más concentración puedan tener, más detalles de esos lugares o personas conocidas se irán revelando. No es tan fácil con los motivos literarios porque nunca los hemos visto. No hay concentración suficiente que escarbe la memoria de esos personajes o lugares. No podemos recordar la nariz de Karenina porque nunca la hemos visto.
Salvo en las películas, pero ese es un tema aparte, porque imágenes tan claras arriesgan con convertirse en nuestro top of mind muy fácilmente. Sobre este y otro tema profundiza Mendelsund en su libro What We See When We Read, del que vimos un extracto en The Paris Review.
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